
Los que planteáis son interrogantes que, en el actual contexto social, asumen
un peso aún mayor. Quisiera ofreceros sólo alguna orientación para una
respuesta. Para estos aspectos, el nuestro es un tiempo no fácil, sobre todo
para vosotros los jóvenes. La mesa está repleta de muchas cosas deliciosas,
pero, como en el episodio evangélico de las bodas de Caná, parece que haya
faltado el vino de la fiesta. Sobre todo, la dificultad de encontrar un trabajo
estable extiende un velo de incertidumbre sobre el futuro. Esta condición
contribuye a dejar para más adelante la asunción de decisiones definitivas, e
incide en modo negativo sobre el crecimiento de la sociedad, que no consigue
valorar plenamente la riqueza de energías, de competencias y de creatividad de
vuestra generación.
Falta el vino de la fiesta también a una cultura que tiende a prescindir de
claros criterios morales: en la desorientación, cada uno se ve empujado a
moverse de forma individual y autónoma, a menudo solo en el perímetro del
presente. La fragmentación del tejido comunitario se refleja en un relativismo
que oculta los valores esenciales; la consonancia de sensaciones, de estados de
ánimo y de emociones parece más importante que compartir un proyecto de vida.
También las decisiones de fondo se vuelven frágiles, expuestas a una perenne
revocabilidad, que a menudo se considera expresión de libertad, mientras que
señala más bien su carencia. Pertenece a una cultura privada del vino de la
fiesta también la aparente exaltación del cuerpo, que en realidad banaliza la
sexualidad y tiende a hacerla vivir fuera de un contexto de comunión de vida y
de amor.
¡Queridos jóvenes, no tengáis miedo de afrontar estos desafíos! No perdáis
nunca la esperanza. Tened valor, también en las dificultades, permaneciendo
firmes en la fe. Estad seguros de que, en toda circunstancia, sois amados y
custodiados por el amor de Dios, que es nuestra fuerza. Por esto es importante
que el encuentro con Él, sobre todo en la oración personal y comunitaria, sea
constante, fiel, precisamente como el camino de vuestro amor: amar a Dios y
sentir que Él me ama. ¡Nada nos puede separar del amor de Dios! Estad seguros,
además, de que también la Iglesia está cerca de vosotros, os apoya, no deja de
miraros con gran confianza. Ella sabe que tenéis sed de valores, los verdaderos,
sobre los que vale la pena construir vuestra casa. El valor de la fe, de la
persona, de la familia, de las relaciones humanas, de la justicia. No os
desaniméis ante las carencias que parecen apagar la alegría en la mesa de la
vida. En las bodas de Caná, cuando faltó el vino, María invitó a los siervos a
dirigirse a Jesús y les dio una indicación precisa: «Haced lo que él os diga»
(Jn 2,5). Atesorad estas palabras, las últimas de María recogidas en los
Evangelios, casi un testamento espiritual, y tendréis siempre la alegría de la
fiesta: ¡Jesús es el vino de la fiesta!
Como novios os encontráis viviendo una etapa única, que abre a la maravilla
del encuentro y que hace descubrir la belleza de existir y de ser preciosos para
alguien, de poderos decir recíprocamente: tu eres importante para mí. Vivid con
intensidad, gradualidad y verdad este camino. ¡No renunciéis a perseguir un
ideal alto de amor, reflejo y testimonio del amor de Dios! ¿Pero cómo vivir esta
fase de vuestra vida, dar testimonio del amor en la comunidad? Quisiera ante
todo deciros que evitéis encerraros en relaciones intimistas, falsamente
tranquilizadoras; haced más bien que vuestra relación se convierta en levadura
de una presencia activa y responsable en la comunidad. No olvidéis, además, que
para ser auténtico, también el amor requiere un camino de maduración: a partir
de la atracción inicial y del «sentirse bien» con el otro, educaos a «querer
bien» al otro, a «querer el bien» del otro. El amor vive de gratuidad, de
sacrificio de si, de perdón y de respeto del otro.
Queridos amigos, todo amor humano es signo del Amor eterno que nos ha creado,
y cuya gracia santifica la decisión de un hombre y de una mujer de entregarse
recíprocamente la vida en el matrimonio. Vivid este tiempo del noviazgo en la
espera confiada de este don, que debe ser acogido recorriendo un camino de
conocimiento, de respeto, de atenciones que no debéis extraviar nunca: sólo con
esta condición el lenguaje del amor será siendo significativo también con el
paso de los años. Educaos, por tanto, desde ahora a la libertad de la fidelidad,
que lleva a custodiarse mutuamente, hasta vivir el uno para el otro. Preparaos
para elegir con convicción el «para siempre» que distingue al amor: la
indisolubilidad, antes que una condición, es un don que debe desearse, pedirse y
vivirse, más allá de cualquier situación humana cambiante. Y no penséis, según
una mentalidad difundida, que la convivencia sea una garantía para el futuro.
Quemar etapas acaba por «quemar» el amor, que el cambio necesita respetar los
tiempos y la gradualidad en las expresiones; necesita dar espacio a Cristo, que
es capaz de hacer un amor humano fiel, feliz e indisoluble. La fidelidad y la
continuidad de vuestro querer os harán capaces también de estar abiertos a la
vida, de ser padres: la estabilidad de vuestra unión en el Sacramento del
Matrimonio permitirá a los hijos que Dios quiera daros crecer confiados en la
bondad de la vida. Fidelidad, indisolubilidad y transmisión de la vida son los
pilares de toda familia, verdadero bien común, patrimonio precioso para toda la
sociedad. Desde ahora, fundad sobre ellos vuestro camino hacia el matrimonio y
dad testimonio de él también a vuestros coetáneos: ¡es un servicio precioso! Sed
agradecidos a cuantos con compromiso, competencia y disponibilidad os acompañan
en la formación: son signo de la atención y del cuidado que la comunidad
cristiana os reserva. No estáis solos: buscad y acoged en primer lugar la
compañía de la Iglesia.
Quisiera volver aún sobre un punto esencial: la experiencia del amor tiene
dentro de sí la tensión hacia Dios. ¡El verdadero amor promete lo infinito!
Haced, por tanto, de este tiempo vuestro de preparación al matrimonio un
itinerario de fe: redescubrid para vuestra vida de pareja la centralidad de
Jesucristo y del caminar en la Iglesia. María nos enseña que el bien de cada uno
depende del escuchar con docilidad la palabra del Hijo. En quien se fía de Él,
el agua de la vida cotidiana se transforma en el vino de un amor que hace buena,
bella y fecunda la vida. Caná, de hecho, es anuncio y anticipación del don del
vino nuevo de la Eucaristía, sacrificio y banquete en el que el Señor nos
alcanza, nos renueva y nos transforma. No descuidéis la importancia vital de
este encuentro; que la asamblea litúrgica dominical os encuentre plenamente
partícipes: de la Eucaristía brota el sentido cristiano de la existencia y una
forma nueva de vivir (cfr Exhort. ap. Sacramentum caritatis, 72-73). No
tendréis, entonces, miedo de asumir la comprometida responsabilidad de la
elección conyugal; no temeréis entrar en este «gran misterio», en el que dos
personas se hacen una sola carne (cfr Ef 5,31-32).
Queridísimos jóvenes, os confío a la protección de san José y de María
Santísima; siguiendo la invitación de la Virgen Madre – «Haced lo que él os
diga» – no os faltará el gusto de la verdadera fiesta y sabréis llevar el «vino»
mejor, el que Cristo da para la Iglesia y para el mundo. Quisiera deciros que yo
también estoy cerca de vosotros y de quienes, como vosotros, viven este
maravilloso camino del amor. ¡Os bendigo de todo corazón!
Benedicto XVI
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