Por Pedro Conde Soladana
La
mediocridad es esa condición del ser humano que lo muestra como un tipo tan
poco destacable y singular, por sus palabras y actos, que es necesario
separarlo, en medio de la masa, como el que escoge lentejas, para ver que
existe como ciudadano. Sin olvidar que es la propia masa humana el mejor campo
de cultivo de esa mediocridad.
No
sé si los sociólogos estarán de acuerdo; pero creo que vivimos uno de los
momentos en los que la medianía, que de por sí no aspira a la virtud, es la característica
más visible y abundante en la sociedad. El adocenamiento de ésta ha llegado a
tal extremo que al individuo dispuesto a romper sus ataduras se le considera un
exaltado, poco menos que un botarate, que va por su cuenta y nada contra
corriente. Es tal el estado de placidez y adormilamiento con que se desliza
esta inmensa corriente sobre la que flota nuestra sociedad, que ésta no es
capaz de presentir una posible abismal catarata en el recorrido, como si la
corriente se moviera sobre una llanada sin fin.
Lo
anodino, lo mediano, lo vulgar, parecen los rasgos característicos con los que
el ciudadano de hoy debe mostrarse para que un tácito consenso societario y
general lo acepte como el estereotipo o modelo que todos debemos imitar. El
lema podría ser: “no asustar para ser aceptado o no saques los pies de este
tiesto de agua podrida si no quieres sufrir las consecuencias del repudio
general”.
Esto
tiene su explicación y origen. Recuerdo perfectamente los tiempos de la Transición
e inmediatamente posteriores cuando empezó a propalarse la idea de que la
democracia era un sistema -¡a ver cómo lo digo para que el recuerdo lo refleje
exactamente!- que no admitía, que no aceptaba, que rechazaba lo excepcional; ni
una voz más alta que otra, dejarse llevar por el “buenismo”, “toel mundo es
güeno”; ¡cuidado con los exaltados! En definitiva, se venía o se quería
contraponer la democracia a la dictadura, en la que de ésta la excepción es
siempre la constante y su estado natural. No hacía falta que lo explicaran, ya
lo sabíamos; pero fue tal el esfuerzo que hicieron algunos de aquellos
intelectuales, epígonos del bien ser, el bien estar, que una mayoría de los
ciudadanos, dignos, honrados, cumplidores…lo tomaron al pie de la letra, asumieron
el mensaje y vinieron a caer en un conformismo patológico, en el no rechistar,
en el silencio que roza el miedo; en definitiva, se fue conformando un tipo
predominante de ciudadano; el que ahora tenemos a la vista: amortiguado,
asustadizo y paciente como un rumiante lanar.
Pero,
se ha demostrado, por el contrario, que la democracia también tiene sus picos
en la gráfica de la tensión social, a veces muy agudos; picos que exigen
remedio, a veces quirúrgico. Sin embargo, la ciudadanía, esa parte mayoritaria
que debería reaccionar, está anestesiada con tal dosis de mediocridad que
cualquier voz de alerta, un simple comentario expuesto con cierta energía sobre
la grave situación en que se encuentra la propia existencia de España, la asusta.
Es más, como si ese momento en que te desahogas ante unos amigos, les resultara
molesto, peligroso en definitiva. Es el exaltado que decíamos antes. Y lo más
que te replican: “Que lo vamos hacer, esto no tiene remedio, no te lleves mal
rato”; a la par que un gesto en su cara te está insinuando “cállate, vamos a
cambiar de conversación”.
Lo
descrito no es una escena figurada. Me ha ocurrido hace unos días en un
ascensor, como otros muchos en la calle. Me recordaba, con todos los matices, lo
que se cuenta del general Franco, que dijo a una persona, en una
audiencia privada, quejosa de alguna actuación política o de la conducta de
algún personaje del régimen: “Mire, haga lo que yo, no se meta en política”.
Lo
intento, mas no puedo, creo que sólo me callará el silencio eterno. Era un niño
cuando se me grabó, como en la piedra de los mandamientos, aquello de: “A los
tibios los arrojaré de mi boca”.
Recientemente,
y no es que lo haga a modo de prueba sino que lo repito con la espontaneidad
que sale del corazón, que siente lo que dice y dice lo que siente, venían por
una calle céntrica de la ciudad tres conocidos, de un pueblo cercano al mío.
Conozco su españolidad, creo no equivocarme si digo que votan derecha. Con tono
elevado que pudiera oírse a unos metros más allá, les saludé con un ¡Arriba
España! No pudieron ocultar, a pesar de la sonrisa y conocer mis impulsos e
ideas, un cierto temor, una cierta inquietud, un desasosiego, un como ¡cuidado,
que estamos en la calle! Ante su visible e inmediata reticencia, dije más
o menos: “Pero ¿no me respondéis ante un grito que denuncia la postración
actual de España?” Uno de los tres, tímido también en la sonrisa, contestó con
casi un hilo de voz: “Arriba siempre”. “¡Eh!, eso es lo único que esperaba”.
Repito que me ha ocurrido ya varias veces. A lo peor, es que yo sea quizá un
provocador. Juro a mis lectores que no me es plato de gusto la provocación;
pero me es mucho menos digerible el pastoso silencio ante la ruina de mi
Patria; porque nací en una Patria, España, y quiero morir en ella.
Abunda
la chabacanería, repugna la extendida ordinariez, da pena la ramplonería
general, la vulgaridad es un espectáculo en pantalla. Los tipos adocenados son
multitud, los insignificantes, masa. Y todos, en fin, viviendo en una paz de
avestruces, con la cabeza debajo del ala.
La
mediocridad, en fin, es el medio ambiente en el que vive la España de hoy. Es
el anhídrido mortífero que nos va matando lentamente por falta de reacción.
Artículo de Pedro Conde
Soladana en el portal Hispaniainfo.
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