Durante el
Sínodo de Obispos sobre la Palabra de Dios (de octubre de 2008), uno de los
temas preocupantes fue el de la homilías. El relator general, card. Marc Oullet
(entonces arzobispo de Quebec y ahora prefecto del dicasterio vaticano para los
obispos), llegó a decir que «a pesar de la renovación de que fue objeto la
homilía en el Concilio, sentimos aún la insatisfacción de numerosos fieles con
respecto al ministerio de la predicación. Esta insatisfacción explica en parte
la salida de muchos católicos hacia otros grupos religiosos».
Una de las
iniciativas de aquel sínodo fue la creación de un Directorio General Homilético
(propuesta de Monseñor Mark Benedict Coleridge, arzobispo de
Camberra-Goulburn), así como ya existe un Directorio General para la Catequesis.
En mayo de
2011 ofrecimos las traducción al castellano de un discurso de mons. Timothy
Dolan (véase «Cristo sí, Iglesia no»: ¡Todos tienes problemas con
la Iglesia!). Aunque por trabajo cada semana leo enorme cantidad de
alocuciones y homilías episcopales (y no episcopales también), para mí fue la
primera ocasión que entraba en contacto con la predicación del arzobispo de
Nueva York.
El portal RegnumChristi.org ha traducido al español
el discurso que mons. Dolan dio a mediados de noviembre de 2011 a los obispos
estadounidenses durante la Asamblea Plenaria de la Conferencia de Obispos
Católicos de los Estados Unidos (es la primera traducción en castellano que
comienza a circular en la web. El original en lengua inglesa se puede consultar
aquí).
Desde un punto
de vista meramente académico, es un texto de enorme valor tanto por el fondo
como por la forma. Si a esto se añaden las verdades de fe y los principios
pastorales que enuncia, desde luego que el valor se multiplica. Laicos,
religiosos y religiosas, sacerdotes y también obispos de otros países pueden
encontrar en este discurso mucha luz. Considerando el contexto referido al
inicio debemos reconocer que estamos ante la mejor predicación episcopal de
2011 (exceptuando al Papa, que también es obispo, y obviamente va por delante).
No estaría mal
ir pensando en alguna forma de «reconocimiento» público de mayor envergadura
(impulsado por laicos) para animar a los sacerdotes –y también a los obispos– a
seguir cuidando y creciendo en la preparación y ofrecimiento de sus
predicaciones. Aquí el texto de mons. Dolan:
***
«¡El amor a
Jesucristo y a Su Iglesia debe ser la pasión de nuestras vidas!».
Mis hermanos
en el episcopado: es con esta exhortación estupendamente sencilla del Beato
Papa Juan Pablo II que comienzo mis reflexiones esta mañana.
“¡El amor a
Jesucristo y a Su Iglesia debe ser la pasión de nuestras vidas!”.
Ustedes y yo
tenemos como deber sagrado, surgido de nuestra íntima unión sacramental con
Jesús, el Buen Pastor, el amar, querer, cuidar, proteger, unir en la verdad, el
amor y la fe… pastorear… Su Iglesia.
Ustedes y yo
creemos con todo nuestro corazón y alma que Cristo y Su Iglesia son uno.
Esa verdad nos
ha sido transmitida desde nuestros predecesores, los apóstoles, especialmente
San Pablo, que aprendió aquella ecuación en el camino a Damasco y que nos
enseña con tanta ternura que la Iglesia es la esposa de Cristo, que la Iglesia
es el cuerpo de Cristo, que Cristo y Su Iglesia son uno.
Esta verdad ha
sido defendida por los obispos que nos precedieron, algunas veces e incluso
también hoy, al precio de “calabozo, fuego y espada”.
Esa verdad
–que Él, Cristo, y ella, Su Iglesia, son uno– humedece nuestros ojos y pone un
nudo en nuestras gargantas mientras susurramos con De Lubac: “Porque, ¿qué
podría conocer yo de Él, sin ella?”.
Cada año
volvemos a esta sede primada de John Carroll para reunirnos como hermanos en el
servicio a Él y a ella. Analizamos proyectos, seguimos la agenda, votamos por
documentos, renovamos prioridades y escuchamos informes.
Pero, una cosa que no podemos olvidar, una lección
que ya sabíamos antes de que saliéramos del avión, tren o coche, es que “¡el
amor a Jesucristo y a Su Iglesia debe ser la pasión de nuestras vidas!” Casi no
teníamos que venir a esta venerable arquidiócesis para aprenderlo.
Quizá, hermanos, nuestro reto pastoral más apremiante el día
de hoy es reclamar esa verdad, restaurar el brillo, la credibilidad, la belleza
de la Iglesia “siempre antigua, siempre nueva”, renovándola como el rostro de
Jesús, así como Él es el rostro de Dios. Quizá nuestra prioridad
pastoral más apremiante es dirigir a nuestra gente para ver, encontrar,
escuchar y abrazar de nuevo a Jesús en y a través de Su Iglesia.
Porque, como
nos dicen las estadísticas escalofriantes que no podemos ignorar, cada vez hay
menos de nuestra amada gente –y ni se diga aquellos que están fuera de la casa
de la fe– que está convencida de que Jesús y Su Iglesia son uno. Como se
pregunta el P. Ronald Rolheiser, podemos
estar viviendo en una era post-eclesial, donde la gente parece preferir
un Rey pero no el reino, un pastor pero no el rebaño, crecer sin pertenecer, una familia espiritual con Dios como mi padre,
mientras yo sea el único hijo, “espiritualidad” sin religión, fe sin los fieles, Cristo sin Su Iglesia.
Así se desvían
de ella, se enfadan con la Iglesia, se vuelven flojos, se unen a otras
iglesias, o simplemente la dejan completamente.
Si esto no nos
causa estremecimiento a nosotros pastores, no sé entonces que lo hará.
Las razones
son múltiples y bien ensayadas, y las tenemos que tomarlas en serio.
Somos rápidos
para añadir que hay también muchas buenas noticias en la Iglesia, con pruebas
abundantes de que la mayoría del Pueblo de Dios se mantiene firme en la
sabiduría revelada de que Cristo y su Iglesia son uno. Hay noticias
particularmente esperanzadoras de que los jóvenes, los nuevos conversos y los
nuevos ingresos aún están magnetizados por esa verdad. Esta realidad fue
patente para muchos de nosotros hace tres meses en Madrid, o hace seis meses en
la Vigilia Pascual, o diariamente en la fe maravillosamente profunda y radiante
de los inmigrantes católicos que aún son un don muy bienvenido – aunque sean
tristemente maltratados – para la Iglesia y para la tierra que amamos.
Pero permanece un reto apremiante para nosotros:
renovar el atractivo de la Iglesia y la convicción católica de que Cristo y Su
Iglesia son uno.
El próximo
año, que esperamos con entusiasmo como un Año de Fe, marca medio siglo desde la
apertura del Concilio Vaticano II, que nos mostró cómo la Iglesia llama al
mundo a ir hacia adelante, no hacia atrás.
Con frecuencia, nuestro mundo nos quiere hacer creer
que la cultura está a años luz adelante de una Iglesia lánguida y moribunda.
Pero claro, nos damos cuenta de que la realidad es lo
opuesto: la Iglesia invita al mundo a un lugar fresco, original, no a uno
rancio o anticuado. Siempre es un riesgo para el mundo escuchar a la Iglesia,
porque ella provoca al mundo a “remar mar adentro”, a promover y proteger la
inviolable dignidad de la persona humana y de la vida humana; a reconocer la
verdad acerca de la vida arraigada en la razón y en la naturaleza; a proteger
el matrimonio y la familia; a abrazar a quienes sufren y padecen; a preferir el
servicio al egoísmo; a nunca sofocar la libertad para saciar la sed profunda de
lo divino que, como bien lo sabían los poetas, filósofos y campesinos de la
tierra, nos hace genuinamente humanos.
La Iglesia ama
al mundo de Dios como lo amó su único Hijo engendrado. Ella dice “sí” a todo lo
que es bueno, decente, honorable y ennoblecedor en el mundo, y sólo dice “no”
cuando el mundo mismo niega la dignidad de la persona humana… y, como nos
recuerda el P. Robert Barron, “¡decir ‘no’ a un ‘no’ resulta un ‘sí’!”.
Invitar a
nuestra amada gente, y al mismo mundo, a mirar a Jesús y a su Iglesia como uno,
es, por supuesto, la tarea de la Nueva Evangelización. Sin duda, el Papa
Benedicto nos hablará de esto durante nuestras próximas visitas ad limina, y
también anticipamos con entusiasmo el sínodo del otoño próximo sobre la Nueva
Evangelización. Jesús llamó primero a pescadores y luego los transformó en
pastores. La Nueva Evangelización nos lleva a recuperar el papel de pescadores.
Quizá deberíamos empezar a llevar cañas de pescar en vez de báculos.
Dos observaciones sencillas podrían ser oportunas
mientras nosotros, como
sucesores de los apóstoles, abrazamos esta tarea urgente de invitar a nuestra
gente y nuestro mundo a ver a Jesús y Su Iglesia como uno.
Primero, resistimos la tentación de mirar a la Iglesia
como un sistema de energía organizacional y soporte que requiere de
mantenimiento.
Como nos
comentó recientemente el Santo Padre en su tierra natal, Alemania: “Algunos
miran a la Iglesia, quedándose en su apariencia exterior. De este modo, la
Iglesia aparece únicamente como una organización más en una sociedad
democrática, a tenor de cuyas normas y leyes se juzga y se trata una figura tan
difícil de comprender como es la ‘Iglesia’”.
La Iglesia que
amamos apasionadamente ciertamente no es un club de rigoristas, incómodo y
pasado de moda, con una burocracia medieval, reglas humanas tontas sobre
membretes lujosos, un movimiento más plagado de disputas, opiniones y
desacuerdos.
La Iglesia es
Jesús enseñando, curando, salvando, sirviendo, invitando; es Jesús muchas veces
“herido, ridiculizado, maldecido y profanado”.
La Iglesia es una communio, una familia
sobrenatural. La mayoría de nosotros, alabado sea Dios, nacimos dentro de ella,
como nacimos dentro de nuestras familias humanas. Así, la Iglesia está en
nuestro ADN espiritual. La Iglesia es nuestro hogar, nuestra familia.
En “El Poder y
la Gloria”, cuando la niña le pregunta al “Cura Whisky” sin nombre por qué no
renuncia simplemente a su fe católica, él responde:
“¡Es
imposible! ¡De ninguna manera! Está fuera de mi poder”.
Graham Green
narra: “La niña escuchó intensamente. Entonces ella dijo: ‘Ah, ya veo; es como
una mancha de nacimiento’”.
Para utilizar
una palabra católica, ¡Bingo! Nuestra
Iglesia es como una mancha de nacimiento. Fundada por Cristo, la Iglesia tiene
su inicio en Pentecostés, pero su origen está en la Trinidad. Sí, su origen
está en la historia, como lo fue la encarnación, pero su origen está fuera del
tiempo.
Nuestra tarea
urgente para recuperar “el amor de Jesús y Su Iglesia como la pasión de
nuestras vidas” nos convoca no hacia dentro de nosotros mismos, sino a Nuestro
Señor. Jesús prefiere profetas, no programas; santos, no soluciones; conversión
de corazones, no llamadas a la acción; oración, no manifestaciones: Verbum Dei
(palabra de Dios) más que nuestra verborrea.
Dios nos llama
para ser sus hijos, salvados por nuestro hermano mayor, Jesús, en una familia
sobrenatural que se llama la Iglesia.
Ahora, y aquí
está el número dos: puesto que somos
una familia espiritual, no nos debería sorprender que la Iglesia tenga
dificultades, problemas… para usar el vocabulario de un talk-show, nuestra
familia sobrenatural tiene algo de “disfuncional”.
Como comentó
Dorothy Day: “La Iglesia es la novia radiante de Cristo; pero sus miembros a
veces actúan más como la mujer escarlata de Babilonia”.
Pareciera, hermanos obispos, que el mundo quiere que
olvidemos cada enseñanza de la Iglesia salvo la única verdad que nuestra
cultura está exuberantemente ansiosa de abrazar y gritar: ¡la pecaminosidad de
sus miembros! ¡Esta es la
única doctrina católica ante la que la sociedad inclina su cabeza y hace
genuflexión con devoción de cruzados!
También lo
profesamos. Con contrición y pesar profundo, reconocemos que los miembros de la
Iglesia –empezando por nosotros– ¡somos pecadores!
Pero hay una
gran diferencia: nosotros que creemos en Jesucristo y en su Iglesia una, santa,
católica y apostólica interpretamos la pecaminosidad de sus miembros no como
una razón para descartar la Iglesia o sus verdades eternas, ¡sino para
abrazarla más! La pecaminosidad de los miembros de la Iglesia nos recuerda
precisamente cuánto necesitamos de la Iglesia. La pecaminosidad de sus miembros
no es nunca una excusa, sino una súplica, para ponernos a su costado herido en
el Calvario desde donde fluye la vida sacramental de la Iglesia.
Como Él, ella,
también, tiene heridas. En lugar de alejarse de ellas, o de esconderlas, o de
negarlas, sería lo mejor para ella mostrarlas, como Él lo hizo en aquella
primera noche de Pascua.
Como Mons.
John Tracy Ellis solía introducir sus clases de historia de la Iglesia:
“Señoras y señores, estén preparados para descubrir que el Cuerpo Místico de
Cristo tiene muchas verrugas”.
Y nosotros
amamos aún más apasionadamente a nuestra novia con arrugas, verrugas, y
heridas.
Nosotros los
obispos nos arrepentimos también. Por lo menos dos veces al día –en la Misa y
en las Completas– pedimos misericordia divina. Con frecuencia nos acercamos al
sacramento de la penitencia.
Una cosa en la
que ambos lados del espectro ideológico católico por fin están de acuerdo es
acerca de la respuesta a esta pregunta: Cuando la gente se enoja con la Iglesia
o la dejan ¿a quién hay que culpar? ¿Cuál sería su respuesta unánime?
… ¡Que gusto
conocerles! Nosotros somos la causa, como no se cansan de decirnos.
Nos pueden
consolar voces menos estridentes asegurándonos de que eso no es verdad. Es
agradable oírlo…
Pero todavía
somos sinceros en rezar con frecuencia “mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa”
(por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa); y no tenemos que esperar
para hacerlo hasta el primer domingo de Adviento.
Como observó
Gregorio el Grande hace quince siglos: “La Iglesia se piensa adecuadamente como
el amanecer el amanecer sólo nos indica que se acabó la noche. No revela el
resplandor total del día. Mientras disipa las tinieblas y da la bienvenida a la
luz, presenta a ambas… así también la Iglesia”.
Señores
obispos, gracias por escuchar.
Estoy viendo
pastores, pescadores de hombres, líderes, amigos.
Miro a 300
hermanos y cada uno tiene un anillo en su dedo, porque ya estamos
comprometidos, estamos casados.
Nuestra
consagración episcopal nos ha configurado tan íntimamente a Jesús que Él nos
comparte a Su novia, la Iglesia.
No hay nada
que disfrutemos más que ayudar a nuestra gente, y a todos los demás, para que
lo conozcan mejor a Él y a ella. Esa es la descripción de nuestro trabajo.
Porque “¡El amor a
Jesús y a Su Iglesia es la pasión de nuestras vidas!”.
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