Cierto día, un dios benévolo creó
los parques y jardines para que los humanos gozaran de esa forma injustamente
desprestigiada de la felicidad que es el aburrimiento. Gracias a esto —y a una
bendita decisión municipal de 1887—, muchas
generaciones de toledanos han matado su tiempo felizmente en el Miradero,
contemplando el horizonte de la Sagra y su ancho regazo de graveras
paleolíticas, huertas legendarias y arrabales de aluvión, por donde
llega el Tajo dispuesto a meternos en cintura.
La noticia de la puesta en
marcha, estos días, del Palacio de Congresos que se ha excavado en el subsuelo
del Miradero, ha operado en nuestra memoria a modo de revulsivo, suscitándonos
de pronto las imágenes y vivencias que
guardamos en un rincón polvoso de la memoria.
En nuestro personal archivo
sentimental los recuerdos del viejo
Miradero se remontan a aquellas noches de verano en que el paseo se convertía
en multitudinario botellón para familias, fugitivas del agobio
canicular, en una época sin televisiones ni aire acondicionado. Aquel tiempo no
duró mucho porque a comienzo de los sesenta la televisión metió en sus casas a
los toledanos, y el Miradero perdió para siempre su reputación de gran plaza
noctámbula y refrigeradora.
El sarampión de la modernidad arrasó en los setenta el
viejo Miradero a golpes de excavadora, convirtiendo su subsuelo medieval en una
galería comercial con asientos de skay para el despacho de música disco y ron con coca-cola.
Pasito a paso, la subterránea galería vino a dar en patio de Monipodio, y cierto día, no se sabe muy bien por qué, se
extinguió su convulsa existencia soplada por el viento de la historia.
Una época hubo en que el Miradero mantuvo cierto aire
cultural, cuando la Biblioteca Municipal abría sus puertas a la explanada y en su extremo se elevó un
magnífico monumento a Alfonso X el Sabio. Los estudiantes que salíamos de la biblioteca a estirar las piernas
hacíamos tertulia alrededor del monarca, que parecía escucharnos con
broncínea paciencia.
En los veranos, la altiplanicie del Miradero se convertía
en un pintoresco cine al aire libre, en el que se proyectaban películas de anacrónica
vigencia, tan anacrónicas al fin y al cabo como el propio cine, de sillas de
tijera y banda sonora de pipas ramoneadas.
Pero si algo da al Miradero de
nuestro recuerdo pátina de postal sentimental, es que generaciones de toledanos encontramos en sus antiguos bancos de madera un
lugar propicio para las primeras citas, ante las curiosas miradas de los
paseantes y el siempre vigilante guarda municipal.
Como es preceptivo de cualquier
parque que se precie, tenía nuestro
Miradero un suelo de arena para que los pasos suenen a rima de crujido poético,
y no le faltaban sus inexcusables hileras de acacias para que pájaros y
paseantes se cobijaran del solazo mesetario.
Más allá de su panorámica
pintoresca, esta privilegiada
balconada, que, como su nombre indica, parece hecha más para mirar que para ser
mirada, es en sí mismo, un enclave de inmensa importancia cultural, a la
altura de los más admirables de Toledo. Observar
el paisaje del Miradero es contemplar el horizonte al que Alfonso X el Sabio
abrió los ojos por vez primera, y del que disfrutó a lo largo de toda su
vida, cada vez que moraba en su palacio toledano. El rey sentía predilección
por los palacios de los antiguos emires toledanos, y en ellos convocó algunas
de las cortes más trascendentes de su reinado. Pero es aún más relevante que en
este lugar ubicase el scriptorium real, emblema de su importante obra cultural.
Con vistas al aéreo paisaje del
Miradero trabajaron armónicamente sabios árabes, cristianos y judíos, vertiendo
al idioma castellano centenares de textos científicos y astrológicos, lo que
luego coneceremos con el nombre de «Escuela de Traductores de Toledo».
Un siglo y medio antes, en los
regios pabellones junto al Miradero, Azarquiel había dado a conocer al gran
Almamún un astrolabio perfeccionado que llamó «azafea», y las coordenadas de
esta acrópolis le sirvieron al astrónomo para componer las Tablas Toledanas,
que posteriormente Alfonso X mandó traducir y revisar, pasando a ser conocidas
como Tablas Alfonsinas.
El Miradero concita, por tanto, la evocación de dos
toledanos, Azarquiel y Alfonso X el Sabio, cuyas aportaciones en el campo de la ciencia
astronómica fueron reconocidas por la Asociación Astronómica Internacional
denominando con sus nombres a sendos cráteres lunares. No sería, pues, una
metáfora forzada decir que el Miradero
fue la base de lanzamiento desde la que partieron a la Luna los dos toledanos que
alcanzaron a poner su nombre en el satélite.
LAS MIRADAS DE URABAYEN
Desde que el Miradero surgiera
como paseo a finales del siglo XIX, no
pocos escritores lo han amasado en sus alfares creativos, demostrando
que el Miradero lo mismo vale para un roto que para un descosido. Galdós, en «El audaz», menciona al
paseo toledano como escenario del tránsito desesperado de la despechada Susana,
camino del puente de Alcántara donde pondrá fin a sus desdichas, arrojándose a
las aguas del Tajo «espumante y rabioso». Y, en sentido opuesto, Emilia Pardo Bazán, hace del
«admirable Miradero» el fondo sosegado para un diálogo de su novela «La Quimera», en el que su
protagonista charla sobre sentimientos y pasiones amorosas.
Pero de todos los escritores que se ocuparon del
Miradero, el que mejor plamó su estampa costumbrista fue, sin duda, el navarro
Félix Urabayen.
A este escritor, el Miradero le recordaba la cubierta de
un buque,
y su función de atalaya le sirve para realizar una descripción panorámica de los alrededores toledanos: «Una serie
escalonada de alcores, collados y sierras cierra el horizonte, formando un
anfiteatro amplísimo, en el cual el mismo Miradero es otra grada más, levantada
artificialmente. En el fondo de esta bolsa tan artística destacan a su vez
innumerables arrugas: la torre mudéjar de la Estación, la altiva puerta de
Alcántara, la rebeldía enhiesta de Bisagra [...] Y en las primeras graderías
del colosal anfiteatro, las depresiones se suceden con idéntico ritmo: las
Covachuelas, cuyo rebaño de casas parece ocupar las localidades bajas; la Vega
Alta, con su melancólica dentadura de álamos, y por último, el cementerio,
esmaltado de agudos cipreses».
Como escritor que escribe sobre
lo que ha visto innumerables veces, Urabayen
no podía pasar por alto uno de los grandes atractivos del Miradero, que son sus
puestas de sol, y en Toledo la despojada reseña su gozo ante los
atardeceres toledanos: «El deleite supremo del otoño toledano son las puestas
de Sol, el momento en que la noche avanza envuelta en su manto obscuro de
matrona. Arde el cielo en una orgía de colores: desde el blanco cromo al
cobrizo intenso, desde la llamarada de fuego al gris melancólico. A trechos
tiene ese color morado de púrpura cardenalicia que tan admirablemente entona
con el amarillo de las estrellas tempranas, esparcidas en el fondo de un paño
azul».
Desde el Miradero, dice Urabayen, «colgada como un nido
sobre viejas murallas árabes»
[…] «se domina el paisaje como se domina el mar desde el cantil». La visión que
ofrece el escritor sobre el Arrabal, el cementerio y el puente de Alcántara,
culmina en las huertas árabes del río: «La
tierra pelada se ha hecho aquí fecunda; así debían ser todas las de Castilla».
A esta excepción verde de la Huerta del Rey, Urabayen la llamaba con beduina
admiración, «el oasis del Tajo», algo que parece evocar a «la Arabia feliz» de
su admirado Galdós.
UN MIRADERO DE ÚLTIMA GENERACIÓN
Los tiempos avanzan, aunque no
siempre para adelante, y en 1935, el
convento de Santa Fe, parte de los palacios árabes y lugar de nacimiento del
rey Alfonso X, fue comprado a la Iglesia Católica por el Banco de España
con intención de derribarlo y construir sobre él su nueva sede toledana. Con
tal motivo, los más prominentes representantes de los estamentos involucrados
se hicieron retratar para la posteridad en el momento del acto infamante de la
firma. El destino, sin embargo, tenía
previsto sus propios planes, y así se dio la circunstancia del estallido
de la Guerra Civil, que supuso la
frustración del proyecto. Así pues, es el caso que, paradógicamente, hoy
disfrutamos del histórico edificio del Miradero gracias al conflicto que tanta
ruina causó al patrimonio toledano.
A aquella primera modernidad le ha seguido esta presente
postmodernidad del diseño,
que nos ha privado de un parque propiamente dicho, pero que a cambio nos ha proporcionado una especie de ático con
vistas.
Sería cosa de averiguar si los jóvenes de hoy consiguen
ennoviarse en un parque sin acacias, y si sus sueños de enamorados pueden despegar en esta
especie de helipuesto sin romanticismo ni aviones, al uso de nuestros días.
Menos mal que el paisaje de
allende la baranda sigue siendo el mismo —mutatis mutandi— que en tiempos de
Urabayen y del propio Alfonso X.
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