domingo, 31 de marzo de 2013

Elogio y nostalgia del Miradero.



Cierto día, un dios benévolo creó los parques y jardines para que los humanos gozaran de esa forma injustamente desprestigiada de la felicidad que es el aburrimiento. Gracias a esto —y a una bendita decisión municipal de 1887—, muchas generaciones de toledanos han matado su tiempo felizmente en el Miradero, contemplando el horizonte de la Sagra y su ancho regazo de graveras paleolíticas, huertas legendarias y arrabales de aluvión, por donde llega el Tajo dispuesto a meternos en cintura.
La noticia de la puesta en marcha, estos días, del Palacio de Congresos que se ha excavado en el subsuelo del Miradero, ha operado en nuestra memoria a modo de revulsivo, suscitándonos de pronto las imágenes y vivencias que guardamos en un rincón polvoso de la memoria.
En nuestro personal archivo sentimental los recuerdos del viejo Miradero se remontan a aquellas noches de verano en que el paseo se convertía en multitudinario botellón para familias, fugitivas del agobio canicular, en una época sin televisiones ni aire acondicionado. Aquel tiempo no duró mucho porque a comienzo de los sesenta la televisión metió en sus casas a los toledanos, y el Miradero perdió para siempre su reputación de gran plaza noctámbula y refrigeradora.
El sarampión de la modernidad arrasó en los setenta el viejo Miradero a golpes de excavadora, convirtiendo su subsuelo medieval en una galería comercial con asientos de skay para el despacho de música disco y ron con coca-cola. Pasito a paso, la subterránea galería vino a dar en patio de Monipodio, y cierto día, no se sabe muy bien por qué, se extinguió su convulsa existencia soplada por el viento de la historia.
Una época hubo en que el Miradero mantuvo cierto aire cultural, cuando la Biblioteca Municipal abría sus puertas a la explanada y en su extremo se elevó un magnífico monumento a Alfonso X el Sabio. Los estudiantes que salíamos de la biblioteca a estirar las piernas hacíamos tertulia alrededor del monarca, que parecía escucharnos con broncínea paciencia.
En los veranos, la altiplanicie del Miradero se convertía en un pintoresco cine al aire libre, en el que se proyectaban películas de anacrónica vigencia, tan anacrónicas al fin y al cabo como el propio cine, de sillas de tijera y banda sonora de pipas ramoneadas.
Pero si algo da al Miradero de nuestro recuerdo pátina de postal sentimental, es que generaciones de toledanos encontramos en sus antiguos bancos de madera un lugar propicio para las primeras citas, ante las curiosas miradas de los paseantes y el siempre vigilante guarda municipal.
Como es preceptivo de cualquier parque que se precie, tenía nuestro Miradero un suelo de arena para que los pasos suenen a rima de crujido poético, y no le faltaban sus inexcusables hileras de acacias para que pájaros y paseantes se cobijaran del solazo mesetario.
Más allá de su panorámica pintoresca, esta privilegiada balconada, que, como su nombre indica, parece hecha más para mirar que para ser mirada, es en sí mismo, un enclave de inmensa importancia cultural, a la altura de los más admirables de Toledo. Observar el paisaje del Miradero es contemplar el horizonte al que Alfonso X el Sabio abrió los ojos por vez primera, y del que disfrutó a lo largo de toda su vida, cada vez que moraba en su palacio toledano. El rey sentía predilección por los palacios de los antiguos emires toledanos, y en ellos convocó algunas de las cortes más trascendentes de su reinado. Pero es aún más relevante que en este lugar ubicase el scriptorium real, emblema de su importante obra cultural.
Con vistas al aéreo paisaje del Miradero trabajaron armónicamente sabios árabes, cristianos y judíos, vertiendo al idioma castellano centenares de textos científicos y astrológicos, lo que luego coneceremos con el nombre de «Escuela de Traductores de Toledo».
Un siglo y medio antes, en los regios pabellones junto al Miradero, Azarquiel había dado a conocer al gran Almamún un astrolabio perfeccionado que llamó «azafea», y las coordenadas de esta acrópolis le sirvieron al astrónomo para componer las Tablas Toledanas, que posteriormente Alfonso X mandó traducir y revisar, pasando a ser conocidas como Tablas Alfonsinas.
El Miradero concita, por tanto, la evocación de dos toledanos, Azarquiel y Alfonso X el Sabio, cuyas aportaciones en el campo de la ciencia astronómica fueron reconocidas por la Asociación Astronómica Internacional denominando con sus nombres a sendos cráteres lunares. No sería, pues, una metáfora forzada decir que el Miradero fue la base de lanzamiento desde la que partieron a la Luna los dos toledanos que alcanzaron a poner su nombre en el satélite.
 
LAS MIRADAS DE URABAYEN
Desde que el Miradero surgiera como paseo a finales del siglo XIX, no pocos escritores lo han amasado en sus alfares creativos, demostrando que el Miradero lo mismo vale para un roto que para un descosido. Galdós, en «El audaz», menciona al paseo toledano como escenario del tránsito desesperado de la despechada Susana, camino del puente de Alcántara donde pondrá fin a sus desdichas, arrojándose a las aguas del Tajo «espumante y rabioso». Y, en sentido opuesto, Emilia Pardo Bazán, hace del «admirable Miradero» el fondo sosegado para un diálogo de su novela «La Quimera», en el que su protagonista charla sobre sentimientos y pasiones amorosas.
Pero de todos los escritores que se ocuparon del Miradero, el que mejor plamó su estampa costumbrista fue, sin duda, el navarro Félix Urabayen.
A este escritor, el Miradero le recordaba la cubierta de un buque, y su función de atalaya le sirve para realizar una descripción panorámica de los alrededores toledanos: «Una serie escalonada de alcores, collados y sierras cierra el horizonte, formando un anfiteatro amplísimo, en el cual el mismo Miradero es otra grada más, levantada artificialmente. En el fondo de esta bolsa tan artística destacan a su vez innumerables arrugas: la torre mudéjar de la Estación, la altiva puerta de Alcántara, la rebeldía enhiesta de Bisagra [...] Y en las primeras graderías del colosal anfiteatro, las depresiones se suceden con idéntico ritmo: las Covachuelas, cuyo rebaño de casas parece ocupar las localidades bajas; la Vega Alta, con su melancólica dentadura de álamos, y por último, el cementerio, esmaltado de agudos cipreses».
Como escritor que escribe sobre lo que ha visto innumerables veces, Urabayen no podía pasar por alto uno de los grandes atractivos del Miradero, que son sus puestas de sol, y en Toledo la despojada reseña su gozo ante los atardeceres toledanos: «El deleite supremo del otoño toledano son las puestas de Sol, el momento en que la noche avanza envuelta en su manto obscuro de matrona. Arde el cielo en una orgía de colores: desde el blanco cromo al cobrizo intenso, desde la llamarada de fuego al gris melancólico. A trechos tiene ese color morado de púrpura cardenalicia que tan admirablemente entona con el amarillo de las estrellas tempranas, esparcidas en el fondo de un paño azul».
Desde el Miradero, dice Urabayen, «colgada como un nido sobre viejas murallas árabes» […] «se domina el paisaje como se domina el mar desde el cantil». La visión que ofrece el escritor sobre el Arrabal, el cementerio y el puente de Alcántara, culmina en las huertas árabes del río: «La tierra pelada se ha hecho aquí fecunda; así debían ser todas las de Castilla». A esta excepción verde de la Huerta del Rey, Urabayen la llamaba con beduina admiración, «el oasis del Tajo», algo que parece evocar a «la Arabia feliz» de su admirado Galdós.
UN MIRADERO DE ÚLTIMA GENERACIÓN
Los tiempos avanzan, aunque no siempre para adelante, y en 1935, el convento de Santa Fe, parte de los palacios árabes y lugar de nacimiento del rey Alfonso X, fue comprado a la Iglesia Católica por el Banco de España con intención de derribarlo y construir sobre él su nueva sede toledana. Con tal motivo, los más prominentes representantes de los estamentos involucrados se hicieron retratar para la posteridad en el momento del acto infamante de la firma. El destino, sin embargo, tenía previsto sus propios planes, y así se dio la circunstancia del estallido de la Guerra Civil, que supuso la frustración del proyecto. Así pues, es el caso que, paradógicamente, hoy disfrutamos del histórico edificio del Miradero gracias al conflicto que tanta ruina causó al patrimonio toledano.
A aquella primera modernidad le ha seguido esta presente postmodernidad del diseño, que nos ha privado de un parque propiamente dicho, pero que a cambio nos ha proporcionado una especie de ático con vistas.
Sería cosa de averiguar si los jóvenes de hoy consiguen ennoviarse en un parque sin acacias, y si sus sueños de enamorados pueden despegar en esta especie de helipuesto sin romanticismo ni aviones, al uso de nuestros días.
Menos mal que el paisaje de allende la baranda sigue siendo el mismo —mutatis mutandi— que en tiempos de Urabayen y del propio Alfonso X.





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