Un grupo de musulmanes golpea salvajemente a un adolescente a su salida de misa.
Un nuevo ataque contra una iglesia en la India vuelve a dejar al descubierto el drama que padece esta comunidad. El escenario ha sido el estado sureño de Kerala, donde los cristianos suponen una importante minoría, de en torno el 20% de la población, y viven plenamente integrados. Pero los fundamentalistas hindúes y también los islámicos, saben que actúan con total impunidad. Los culpables rara vez resultan condenados, cuando no cuentan con la complicidad de las autoridades locales. Por eso tres años después de las matanzas en Orissa y otros lugares de la India, decenas de miles de cristianos siguen sin poder volver a sus casas. La responsabilidad ya no es sólo de las minorías extremistas. El Gobierno indio debería tener algo que decir. Y si Nueva Delhi no es capaz de dar una respuesta, la comunidad internacional debería exigirla.
En Europa, y en particular en la OSCE, se han logrado importantes avances en la lucha contra la persecución religiosa. La ONU, sin embargo, mira hacia otro lado. Lo dejó muy claro este verano el relator especial del Consejo de Derechos Humanos sobre libertad religiosa en su visita a Barcelona. La violencia contra los cristianos, dijo el alemán Heiner Bilefeldt, no debe monopolizar la agenda. Pero resulta que tres cuartas partes de las víctimas del odio religioso son cristianos. Esa es la realidad, pero unas Naciones Unidas cegadas ideológicamente son incapaces de verla.
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