En raptos esporádicos de sinceridad, los
analistas de los periódicos europeos llegan a confesarlo: a pesar de todas
nuestras estadísticas y de nuestro arsenal informático, a pesar de los enormes
organismos privados y públicos dedicados a la interpretación de la actualidad
económica, nadie sabe en realidad qué está pasando en Europa.
¿Crisis de la deuda, escisión entre Norte y
Sur, entre países centrales y periféricos? Sí, sin duda. Pero las raíces del
problema se esconden a una mucho mayor profundidad.
El verdadero problema de Europa es hoy -¿cómo
podía ser de otro modo, incluso?- un problema espiritual. Los mercados -es
decir, el dinero mundial circulante, la savia invisible de nuestra civilización-
miran hacia Europa y se preguntan: “¿Podemos confiar en ella?” Y, en el fondo,
¿de qué depende que puedan o no puedan confiar? Pues, sencillamente -y nada más
y nada menos-, del tipo de unidad interior que exista en el núcleo del proyecto
europeo, en sus entrañas más íntimas. ¿Qué argamasa unitiva nos cohesiona, en
torno a qué nos sentimos unidos? Es posible que estas consideraciones suenen
excesivamente teóricas; y, sin embargo, son del todo decisivas. ¿No lo es
siempre, en cualquier grupo humano, la clase de unidad que haya entre sus
miembros, y si existe esa solidaridad invisible que permite decir, como hacían
los mosqueteros de Dumas, aquello de “uno para todos y todos para uno”? ¿Quién
diría que es indiferente -sobre todo en momentos de crisis- la clase de unión
que haya en lo más íntimo de un matrimonio? O, también, de un equipo deportivo,
o de una institución educativa -bien conozco la absoluta miseria a este respecto
de los actuales institutos españoles, secretamente nihilistas hasta la médula-.
¿No fue esencial la unión entre los treinta y tres mineros chilenos atrapados en
la mina San José?
Los mercados efectúan ajustados análisis de
riesgo y rentabilidad, pero -compuestos de personas de carne y hueso, como usted
y como yo- también sopesan los sutiles factores emocionales y morales: “¿Me
puedo fiar de esta persona, puedo entregarle mi dinero?” En concreto: ¿me puedo,
nos podemos fiar de Europa? Sí, pero sólo siempre que esté realmente
unida... Ahora bien: ¿lo está? Los políticos europeos realizan altisonantes
declaraciones y repiten que no hay marcha atrás, que Europa es una “unidad de
destino”; pero sus palabras están huecas. Los billetes de euro -abstractos, sin
rostro, sin alma, sin historia, sin símbolos, sin cultura- denuncian bien a las
claras la inanidad de la Europa de Maastricht, de la Europa tecnocrática de
Bruselas. Los keynesianos reclaman la emisión de eurobonos, como una especie de
“hostia milagrosa”. Desde el otro lado del Atlántico, Paul Krugman, adalid
principal del keynesianismo occidental de nuestros días, insta al Banco Central
Europeo a comprar deuda pública, como vía de solución a la crisis. Los
estatalistas todos mitifican al BCE, última esperanza mítica tras la pérdida de
confianza en las finanzas de los Estados. Desde Alemania, Ulrich Beck, mandarín
universitario de la socialdemocracia europea, reclama “más Europa” contra la
crisis, execrando cualquier involución de espíritu nacionalista. Y, mientras
tanto, los mercados siguen contemplando a Europa y preguntándose si pueden
confiar en ella, como el experto en recursos humanos que sopesa la contratación
de un candidato para un puesto de trabajo se pregunta: ¿puedo apostar por esta
persona? ¿Es realmente de fiar?
Y, de nuevo, la cuestión clave: ¿qué hace que
alguien -una persona individual o un ente colectivo- sea “de fiar”? La respuesta
es a la vez fácil y difícil: simplemente, lo que haya en el fondo de su alma, el
tipo de cohesión interior que la aglutine, que la unifique. Ya nos lo explicaba
Platón en su doctrina del alma: las tres partes del alma -concupiscible,
irascible, racional- sólo componen un alma global armónica cuando todas pivotan
en torno a la misteriosa virtud de la justicia. Pero, ¿en torno a qué pivota hoy
el alma de la Unión Europea? En El péndulo de Foucault, Umberto Eco
especulaba sobre un mítico Punto Fijo -polo, centro del mundo- por referencia al
cual ordenar y armonizar todo el resto del universo; y, agnóstico metafísico
como es, descreía finalmente de su existencia. No sucedía así con los padres
fundadores de Europa tras 1945: Robert Schuman, Konrad Adenauer y Alcide de
Gasperi sabían muy bien que Europa necesitaba un alma, ya que el alma es
principio de vida -nos lo enseñó Aristóteles- y sólo lo que está dotado de alma
puede vivir. Aquellos políticos de auténtica talla, tan distintos de los
actuales, no se engañaban acerca del drama de Europa, que es de orden
espiritual: sencillamente, vivir realmente en torno a un alma común o vivir
espectralmente, de manera ilusoria, en torno a una fantasmagoría anímica que,
antes o después, nos conduciría al desastre, por mucho Banco Central Europeo que
haya y por mucha deuda pública que compre. El verdadero problema de Europa ha de
plantearse en estos términos. Cualesquiera otros resultan insuficientes para
hacernos cargo de su esencia.
Hace unos días, en las páginas de El
País, Ulrich Beck reclamaba, ante el desafío de la crisis, no menos, sino
“más Europa”: para que no se desarrolle -argumentaba- una lógica schmittiana del
conflicto entre países intraeuropeos, la astucia hegeliana de la razón -la
célebre List der Vernunft- nos empuja hoy -proseguía- a un “imperativo
cosmopolita”, que para él significa eurobonos apoyados finalmente incluso por la
renuentísima Alemania de Angela Merkel, ya que el único camino posible es ya el
de una “unión solidaria”. Sin embargo, en el mismo artículo, el señor Beck
incurría en una mentira, en una ocultación que, en realidad, está en la base de
la actual crisis europea. Y lo hacía al decir: “A diferencia de lo que ocurría
en anteriores Estados e imperios, que buscaban su origen en mitos y victorias
heroicas, la Unión Europea nació de la agonía de la derrota y del horror del
Holocausto”. Gran mentira, como digo. La Unión Europea no brotó propiamente de
ese germen. En su núcleo fundacional secreto se escondía una semilla mucho más
profunda. Latía un alma común vívidamente sentida por los Padres Fundadores de
Europa y que se trasluce hoy en la bandera europea azul de las doce estrellas,
sobre cuyo simbolismo espiritual, ya bien conocido, no es necesario insistir.
Necesitamos, sí, “más Europa”. Pero no de la
Europa cuantitativa en la que piensan Paul Krugman o Ulrich Beck, sino de la
Europa cualitativa que podríamos llamar, si se nos permite (“Uno para todos,
todos para uno”) la “Europa de los mosqueteros”.
ANTONIO MARTÍNEZ
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